Es La Celestina, junto al Quijote, la segunda zanca sobre la que se asienta toda nuestra literatura postrera y, sin embargo, ¡qué maltratada es a veces! Mientras la obra del ingenioso hidalgo no deja de prodigarse en montajes, festivales y celebraciones académicas, nuestra Tragicomedia es, en comparanza, arrinconada, pasada por alto o minusvalorada. ¿Resultado? Una cultura que renquea. Y es que, si una pata no se mueve, la cojera está servida. Y no es cosa de comparar una formidable creación con la otra: nadie compara sus dos piernas. Se trata simplemente de caminar, de no negar la musculatura a una para conferírsela toda a la otra, porque, finalmente, el resultado no es bueno: más bien renco o paticojo...
Y es que bucear en las páginas del gran pueblano es destapar un frasco de esencias que renueva el quehacer dramático y literario de cualquier aspirante a «hombre de letras». Es descubrir que, las grandes lecturas, aquellas que han vertebrado el alma de nuestra mejor literatura, nunca se acaban, sino que, muy al contrario, ofrecen geografías insospechadas y espejos en los que reflejarse con asombro y cara de bobo. Por todo eso, La Celestina no es tan solo un monumento literario ante el que santiguarse, sino verbo vivo y misterioso del que sorprenderse y en el que inspirarse.
Tras este necesario encomio, un tributo cómico al inmortal Bachiller. Celestina lleva tiempo muerta. Sus antiguas discípulas, convertidas ahora en madres, desean una educación de calidad para sus hijas. Porque, muerta la vieja barbuda, ¿quién las va a instruir en «sastrería y bordado, farmacopea, afeites y perfumería, tercería, obstetricia y, por supuesto, hechicería»? La vieja Severa, compañera de andanzas y redomas de la buhonera (y un poco molesta con don Fernando de Rojas que, inexplicablemente, se olvidó de hacer mención de ella) asume el reto de organizar la academia e inculcar en las nuevas generaciones todo el saber de la inmortal alcahueta. Es así cómo surge esta Escuela de Celestinas, donde Areusa, Lucrecia y Elicia, dignas herederas de sus madres, y la ubérrima Dominga intentarán, entre chuflas y travesuras, licenciarse con las mejores notas.
Además de homenajear a uno de los grandes arquetipos de nuestra literatura, se rinde tributo en este enredo a aquellas mujeres que, en los arrabales y penumbras de una sociedad tiránicamente cerrada para ellas, pugnaban por un estatus tan peligroso como empoderador. Ora por subsistencia, ora por liberación, las mujeres que seguían a Celestina oponían a un mundo masculino, dominado por la Iglesia y la autoridad civil, otro regido por fuerzas y poderes «oscuros»: era el reducto que les quedaba en una sociedad que les había despojado de todo poder nominal. Y es, en este sentido, que la Tragicomedia vuelve a brillar: su protagonista es una mujer y, además, una mujer del pueblo llano, del tercer estado, en la antípoda de todo lo noble y lo moral. Tanto es así que la obra terminará adquiriendo su nombre: tal es la potencia de nuestra protagonista, que trabajará en la mente de los lectores hasta adueñarse de todas las páginas que leen. Porque esta es la fuerza de los grandes personajes: seguir creciendo después de escritos, permanecer poderosos e indescifrables, ser tan extraños como abismales… Porque La Celestina es «extraña». Como señala el crítico Harold Bloom, toda obra canónica es extraña, produce un «extraño y misterioso asombro». Es más, cada nueva lectura nos ofrece una nueva cara de un poliedro que crece cada vez que nos asomamos a sus páginas. El problema de las grandes obras es que creemos conocerlas (¿¡incluso sin haberlas leído!?) y permanecen como arcanos fecundos y misteriosos en medio de la vía pública. ¡Arrojémonos a sus bermejas letras!
ELENCO
Nadia Serrano
Miriam Crespo
Lucía Díaz
Aroa Peña
Carla Muñoz
Dirección: Antonio San Miguel y Sergio Rodrigo
Autor: Alberto Gálvez
Diseño escenográfico: Antonio San Miguel y Sergio Rodrigo